Grito de clemencia — Priv. Iris
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Grito de clemencia — Priv. Iris
— Entonces, un anciano le dijo una vez a la niña “Debes buscar la luz” como sabio consejo, mientras sus dedos poblados de callos descendían por las mejillas coloradas de la pequeña que había nacido envuelta en mantos negros. ¡Bendición de las estrellas fueron sus harapos sucios! Para así poder camuflarse entre las sombras; las personas jamás se enteraron de que el brillo que sus ojos tanto deseaban observar, y sus bocas envidiosas destrozarían, yacía en ella, ni ella pudo saber que la iluminación que había sido enviada a buscar residía en su joven cuerpecito. Pues ¿Cómo sabrán ellos como luce el sol si jamás lo han visto? Era como mandar al mudo a cantar o al sordo escuchar la canción; era como silenciar al pueblo bajo el yugo de una reina petulante. — La voz que relató la historia para una dama encarcelada era ronca como un murmullo, gruesa en afirmación a su madurez pero este adquiría un ligero acento rústico que hacía de su hablar irreconocible los orígenes de su existencia, y como desventaja la facilidad de que una vez hablando quien lo escuchara jamás olvidaría su tono y tal era el caso de dichosa mujer que con sólo oírlo supo quién podía ser. Descendió por los caminos de piedras enroscada que juntas formaban escalones anchos y largos cual caracol, a un lado de las escaleras por donde se asomaban piedras filosas se situaban también los barrotes de las celdas de cada esclavo preso del castillo, al otro lado, en medio del túnel de caracol existía un infinito vacío, ella se compadecía por quienes vivían encerrados al final pues decían que todos los que llegaban abajo era porque no se les consideraba merecedores de los rayos del sol, ni del calor infernal que agobiaba Karr, todo lo contrario, abajo hacía un frío que quebraría los huesos de cualquiera en cuestión de segundos y que tan pronto se cruzaba una finísima división entre la mitad que podían ver la luz que se colaba desde el centro y techo del calabozo, quienes iban más allá olvidaban totalmente la sensación de tibieza… Ella que tan sólo se encontraba a menos de la mitad, considerando otras quince hileras de mazmorras encima de ella, ya extrañaba el sol y cada día estiraba su brazo entre los barrotes de metal buscando alcanzar un mínimo fragmento de luz que le recordara el color de su piel, ese día su mano fue golpeada por la pierna del guardia que se asomaba a buscarla, encogió su brazo a su pecho sin temor y sus orbes brillantes se alzaron hacia él siempre irrespetuosos y coquetos. — Años tras año preguntó de tierra en tierras oscuras si había visto el sol y nadie nunca respondió… — Él continuó el cuento con aires irónicos de lo similar que era la niña de aquella historia con la pequeña que observaba, sus senos explotados por el prematuro abuso de ellos, esa mañana ligeramente alzados por las uvas verdes que había escondido debajo y devoraba como una rata al queso, sus caderas anchas envidiables bajo el vestido, y él sabía muy bien la sensualidad que poseía la jovencita, no eran motivos de considerarla una mujer, serían más de veinte años con los que el guardia la superaba, ante sus ojos seguía siendo una niña, una dulce, ingenua, y perdida niña. La otra mitad de su ironía era que como el pueblo que nombró sometido bajo el yugo de una reina tirana, ellos también lo eran, y la esclava conocería ese día a su reina.
Abrió la celda, sus compañeros, una anciana, una mujer embarazada y dos niños, alzaron sus rostros sucios y esperanzados por el sólo sonido de escuchar las rejas abrirse como si algún día esperaran que dejaran estas abiertas a su libertad, el guardia entró abriendo sus esposas de la pared y en cambio, una vez la castaña de pie, encerró sus muñecas frente a su vientre y sus tobillos uno con el otro permitiendo mínimos pasos. — Hoy es el día. — Afirmó para sí misma siendo jalada hacia afuera, al alzar su rostro divisó esas escaleras eternas que mantenía sus piedras vestidas de moho y el metal de óxido, formando grandes arcos en los bordes que dirigían al vacío en medio, una torre era el calabozo, medio calabozo, desconocía si aparte de ese existían más y conociendo los rumores que perseguían a la reina ¿Tendría que sorprenderse si descubriera que así era? — Espero que el cuento no termine con la niña devorada por las sombras, o ciega en la oscuridad… Más aún espero que algún día puedas terminar de contarlo, a mí. — En su tono se palpó el temor y para el caballero no fue difícil imaginar la causa de sus pesadillas, Iris Raleigh no era una mujer a la cual tomar en juego, los murmureos de una preciosa castaña de raza singular había llegado a sus oídos, y ella junto a otro puñado de esclavos excepcionales habían sido llamados ante su presencia; veía a otro par salir de sus celdas, algunos luchaban por volver dentro de los barrotes sabiendo que de ser elegidos el infierno que ya habían vivido no se acercaría en nada a lo que les acechaba, otros intentaban suicidarse en el vacío del centro, unos dos vio que lo lograron, los otros esclavos aplaudían por sus logros, algunos muchos como ellas, cohibidos, resignados, o quizás demasiados ilusos no luchaban y se dejaban arrastrar por los escalones arañando sus pies con los filos de las rocas. Pronto, tras por fin alcanzar el inicio de esas malditas escaleras, sus pies ya dolían, daba cabeza a un pasillo largo que mantenía aberturas de arcos, preciosos arcos, por fin desde hace mucho tiempo la ojiverde pudo sentir en su piel el soplar de aire picoso del viento de Karr ¿Una tormenta de arena se aproximaba? Sintió que el sol le quemaba al rozarle, caluroso como siempre, y sin embargo era una sensación que añoraba desde hace mucho. La llevó frente a una enorme puerta de dobles entrada con detalles de laureles sabiendo entonces que era parte del castillo de su reina, antes de que estas se abrieran él rió por última vez, era un viejo de treinta años que extrañaría, llevó sus manos enormes y peludas a los senos de la esclava, hurgando entre estos sacó las uvas y las tiró en el suelo pero no reía por el robo, sino por la realidad que ella tendría que enfrentar. — Sí, deberías temer… Ni siquiera yo sé que harán contigo Nassar, sólo recuerda a cada paso que des, cada segundo que respires que al siguiente puede que ya no vivas. Quieres salvar a tus hermanos ¿No? Suerte con ello.
Nassar, su precioso nombre profanado en labios de miles. Desfilaron todos los candidatos uno al lado del otro en el enorme salón redondo en el que ese día conocerían a su reina en persona, pocos tenían el privilegio decían, pero estaban temblando del miedo incluyéndose ella misma, con su mirada al frente y buscando a una mujer que sobresaliera entre las demás no halló a nadie, solo hasta que un par de caballeros bajaron apresurados con sus lanzas en bandera con la que chocaron el piso llamando la atención de todos en aviso a la llegada de la magnate, la tensión, el suspenso… Y la preciosa mujer, oh, maravilla de muchos, perdición de otros tantos. Nassar supo entonces que no estaba frente a una mujer sino frente a una diosa, sus hebras doradas juró que por momentos, cuando el sol las iluminó mientras descendía el color se propagó por toda la habitación, y sus labios eran los más preciosos que haya visto antes, no se comparaba con ella; pero sus ojos… Su piel se hizo pálida al verlos. Rojos como la sangre, la ira del infierno.
“Un día conoció a quien ella creyó que sería el sol. Aquella la describió como una diosa que al sol había robado su resplandor y lo encerró en su extensa caballera, su piel del inmaculado color blanco, y sus ojos rojos era la razón de las calamidades de mil hombres… Ingenua creyó en su belleza, tonta quiso jugar bajo su monopolio” — Continuó en sus pensamientos el guardia mientras en cenizas se perdía.
Nassar
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